La cuaresma no es un tiempo para sentirnos culpables, y menos aún, para petrificar los ya excesivos miedos que rondan nuestra frágil condición humana. La conversión no puede partir de la culpabilidad, tal vez sí, de la capacidad que Dios ha puesto en nosotros para abrir los ojos y darnos cuenta que hemos ‘fallado el blanco’ (definición original de pecado). Tampoco la conversión se ha de animar por el ‘miedo’ sino por el gozo de sabernos amados.
Es irónico, -o más bien, insano-, ver clérigos y fieles en general, cargando culpas, cuando siempre hemos anunciado la redención ya obrada por Cristo. La cuaresma no es tiempo de culpas, ni de proyección de miedos, sino un periodo maravilloso dedicado a aprender de los pasos errados y animarnos mutuamente a avanzar hacia la luz, es decir hacia la Pascua.
Es contradictorio, que luego de veintiún siglos de cristianismo, algunos insistan en presentar la cuaresma como un tiempo oscuro y pesado, cargado de mortificaciones y sacrificios; cuando en verdad ha sido llamado a ser un tiempo de liberación de la oscuridad de la ignorancia que ronda nuestra existencia, en medio de la paz que ofrece la soledad del desierto.
Pareciera que hubiésemos olvidado que la cuaresma es un tiempo de retorno a la Luz; y una vez iniciado el camino de retorno, luego de aceptar con libre sencillez interior nuestros yerros, simplemente damos pasos firmes hacia adelante, movidos por el viento del Espíritu. Una predicación que acentúe esta perspectiva, -fiel al Evangelio-, permite que nos descubramos en camino de liberación: “¡no tengan miedo!”, “yo tampoco te condeno”, son palabras con las que nos anima una y otra vez el Señor Jesús.
Lo que llamamos ‘examen de conciencia’, -que ya no puede ser la infantil lista de pecados-, es darnos cuenta de que hemos errado en cumplir nuestro proyecto de vida, pero no tiene por qué dar lugar a una carga se sentimientos de culpa. La contrición del corazón no es una práctica de masoquismo, es ante todo una experiencia de luz liberadora.
Los místicos insisten una y otra vez que no hay tiempo para culparnos, pues necesitamos todas nuestras fuerzas en girar, enrumbar y percibir el ritmo que el Espíritu de a nuestra existencia. Necesitaremos de todas las riquezas de nuestro ser, nutridos por el agua refrescante del bautismo, del alimento sólido de la Eucaristía y de la alegría festiva de la reconciliación, para situarnos en la nueva perspectiva de vida que se nos ofrece. Esto implica un continuo entrenamiento de nuestras capacidades, para vivir en libertad, sin ataduras.
La confesión, en la amplia mirada de un místico, va más allá de darnos golpes de pecho. En cambio, cada minuto apremia para que, paso a paso, estemos libres de cargas y adquiramos con serena docilidad la fuerza del Espíritu que nos lleva de retorno al Padre, a quien encontramos en nuestra morada interior. Él no está en un horizonte lejano: el Reino de Dios está dentro de nosotros.
La conversión que se predica, ha de ser un retorno a la unidad con Aquel que nos espera en nuestro hogar original, de donde nos hemos aislado, cuando erróneamente pensamos y actuamos como si estuviésemos ‘separados’ de los otros, de la creación y de Dios mismo. Esta experiencia de retorno algunos místicos la suelen llamar despertar de la consciencia.
Es un retorno al paraíso, que gracias a la frescura del Espíritu nos recuerda lo que somos en verdad, cual es nuestro origen, cual es nuestro hogar, quién es nuestro Padre. Así, la conversión, en lugar de ser un señalamiento de nuestras culpas, es más bien una indicación hacia dónde encontrar lo que somos; es recordar lo más profundo: mi Padre me espera en casa hoy mismo.
La conversión en esta cuaresma, acompañada por la predicación de nuestros pastores, sea la puerta que nos permita entrar al conocimiento de lo divino que hay en nosotros, pues somos de estirpe divina. El contacto con las luces de una predicación liberadora en cuaresma, provocan un despertar de la conciencia que da como resultado una transformación inicial, que es el punto de partida del entrenamiento místico y espiritual, cuyo fin será el de adquirir la ‘confianza’ en el mesías que se ha quedado con la fuerza de su Espíritu en el hondón de nuestra propia alma, sin culpas y sin miedos.
Víctor Ricardo Moreno Holguín, Pbro.
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