Crítica a una actitud anacrónica*
Al hablar de la política, John Rawls, dice que, puesto que ésta tiene que ver con el bien público, los argumentos políticos deben darse en términos de lo que llama “razón pública”, es decir, en términos claros a los ciudadanos razonables. Tiene que ver con el cómo los problemas o cuestiones deben decidirse, pero no nos dice cuáles son las buenas razones o las decisiones correctas.
Los argumentos de la razón pública pueden ser buenos o malos como cualquier otro argumento. Siempre hay que presumir que el sujeto a quien se dirige la política es razonable y que merece que se le ofrezcan argumentos razonables. Puesto que la razón pública tiene que ver con el bien público, no se limita a hablar de derechos, sino que se extiende a problemas como lo que es recto, razonable o bueno.
Una concepción política, como la entiende Rawls, se aplica a la estructura básica de una sociedad, a sus instituciones, a lo esencial de una constitución, a los asuntos de justicia básica, propiedad, etc. Cubre el derecho del voto, las virtudes políticas y el bien de la vida política, sin pretender cubrir todo lo demás.
En cambio una doctrina comprensiva, como la doctrina religiosa, habla de la relación con Dios y el mundo; posee una ordenación de todas las virtudes, no solo las políticas sino también las morales, incluyendo las virtudes de la vida privada y todo lo demás. Recordar estas nociones elementales que cualquier iniciado en la doctrina política contemporánea conoce, conviene para entender lo que viene:
Mis consideraciones, más que entrar a debatir los argumentos a favor o en contra de las diversas opciones en materia ética, política y social, que se debaten en Colombia, sobre las cuales inevitablemente habrá siempre algunos puntos de consenso y otros irreconciliables, buscan poner de presente y criticar un cierto talante o estilo que se ha vuelto lo normal en la manera de referirse a la Iglesia Católica, en particular, y de calificar sus actitudes, posiciones y pronunciamientos. Detrás de ese talante hay todo un mundo de presupuestos y de prejuicios que conviene desvelar, y quizás ciertas “rabias” que solo la muerte podrá curar. Cuando tan a menudo se da más de lo mismo, vale la pena preguntarse qué hay detrás.
Nuestros maestros de la sospecha, nos enseñaron el método. Llama la atención cómo a algunos políticos, escritores y periodistas criollos, también expresidentes, congresistas y líderes sociales, cuando conviene a sus intereses, les fascina introducir el tema religioso para agitar trapos, como en las corridas el torero, sin que falten por supuesto ni el picador ni los banderilleros; y merced al color del trapo exacerbar al toro, herirlo, ver correr su sangre, con la esperanza de darle la estocada final, esperar el aplauso enloquecido de la gente en la plaza, y salir en hombros con dos orejas y el rabo, aunque no de paja como el del torero. ¡Cómo recuerdo los discursos de Bruto y de Marco Antonio, tras el asesinato del emperador, en el Julio César de Shakespeare!
En la actualidad, me refiero al siglo XXI, una actitud sacrificial y propiciatoria es la que veo adoptada con demasiada frecuencia, con reiterada frecuencia, con razón o sin razón, en las confrontaciones con la Iglesia Católica, cuando las posiciones y enseñanzas de ésta, sobre todo en el campo doctrinal, entran en conflicto con las posiciones aceptadas por otros grupos o corrientes ideológicas.
Hace mucho tiempo, aunque no estoy seguro si tal momento alguna vez se dio, no leemos, en los medios, análisis serenos, razonados sobre problemas controvertidos en el plano moral y político, dentro de un ambiente de diálogo racional, de tolerancia intelectual y de respeto por el adversario. Siempre está presente lo emocional, lo pasional; y, cuando de opciones políticas se trata, se hace un manejo, sin duda muy hábil, de un claro o larvado anticlericalismo que existe entre nuestra gente, incluso católica, con el propósito de conseguir la adhesión a posiciones contrarias a la enseñanza oficial de la Iglesia; y, ora mediante argumentos ad hominem, ora mediante argumentaciones sofisticas se descalifican burlonamente sus planteamientos y se insiste en señalar el carácter “medieval y oscurantista” de su doctrina. ¡Cómo disfrutan cuando pronuncian los nombres de Bruno, Torquemada, los Borgia, los caballeros del Temple, Galileo, Juliano el Apóstata, sin poder ocultar, sin embargo, el pequeño Robespierre que llevan dentro!
Vamos, por partes. Hoy vivimos en una sociedad pluralista, de separación de Iglesia y Estado, con una constitución que asume el carácter laico de éste. Tanto el Estado como la Iglesia colombianos se mueven hoy dentro de estas premisas. La Iglesia no reclama volver al pasado, ni pretende inmiscuirse en el mundo de la política, con las pretensiones propias de un partido, que, por su naturaleza, siempre ambiciona y lucha por la consecución del poder en una sociedad democrática. Tampoco tiene nostalgia de las épocas cuando la política y las elecciones se definían en palacios arzobispales. Eso quedó atrás.
Los debates generados en el Concilio Vaticano II sobre la libertad de conciencia, la democracia y otros temas del ámbito filosófico y político han representado para la Iglesia una ganancia, pese a quienes hayan querido oponerse a transitar esos nuevos caminos. La experiencia de las conferencias episcopales latinoamericanas de Medellín (1968) y Puebla (1979), los duros caminos recorridos por la Teología de la Liberación y sus mejores representantes, no sólo en el campo teórico sino en el del testimonio en el barro de la historia concreta, han dejado sin duda una huella en las generaciones que estuvieron tocadas por su impacto. Volver atrás, en el sentido en el que se suele juzgar a la Iglesia ya no será posible.
Regresar al espíritu de los orígenes, sí será siempre un compromiso ineludible. En este orden de ideas, cuando hoy, algunas personas, (influencers, columnistas de opinión, o politólogos) se remiten a un pasado cuyas características no les son muy conocidas, excepto por los clisés corrientes de la historia “oficial”; muestran o una falta de perspectiva histórica o una definida actitud que suele llamarse “mala fe”.
Tratar de cuestionar el mensaje de la Conferencia Episcopal de Colombia, por su válida invitación a los católicos y a todo el pueblo colombiano, como electores decisivos, en este “momento crucial en la historia de nuestra Nación”, por “los graves problemas sociales que subsisten -como la inequidad, la corrupción, la devastadora acción del narcotráfico y del microtráfico, la pobreza y la violencia- reclaman el fortalecimiento de nuestro sistema democrático y el compromiso común a favor del desarrollo integral de toda la población”, recordando otros tiempos en los que algunos obispos se pronunciaban con respecto al liberalismo y a la masonería, revela un desconocimiento de los procesos históricos y de los contextos diferentes.
No se puede atribuir a los obispos posiciones que rayen con el fundamentalismo, para generalizar su descalificación, cuando lo que buscan es promover, entre otros, la construcción decisiva de “un país mejor, permitiendo que nuestras profundas raíces cristianas nos muevan cada vez más a la práctica de la justicia, al diálogo y a la fraternidad”.
Ni tanto, ni tinto. Habría mucha tela por cortar sobre el rigor argumentativo, la retórica sentimental y el tono beligerante del cual nos estamos cansando, que no permite ver siempre los aportes muy positivos del trabajo de quienes desean construir un mejor país desde distintas perspectivas. Allí está parte de la riqueza de la democracia.
Cuando se observa el ambiente general de las relaciones humanas y la convivencia social en el país y se toma la temperatura del mismo, el termómetro fácilmente salta en pedazos. En ese clima explosivo en las relaciones ciudadanas, ha salido a flote, en el actual período electoral, como ha sucedido en otras ocasiones, el tema de la relación Iglesia y política. Hablan los obispos, se inquietan los políticos. Hablan los obispos, se alborotan los grupos que no comparten sus planteamientos. Los obispos, se dice, al proponer el pensamiento oficial se internan abusivamente en el sancta sanctorum de la política, considerado como patrimonio y dominio exclusivo de los partidos y de sus sumos sacerdotes.
En estas consideraciones no me propongo discutir la validez o no validez de la tesis que en diversos problemas de tipo ético plantea la Iglesia. Eso es objeto de otro tipo de análisis y de discusión. Me interesa referirme, por una parte, al estilo tradicional colombiano de enfrentar el problema de la presencia de la Iglesia en el mundo de la política y por otra, el derecho de la Iglesia de hablar sobre asuntos que forzosamente tienen una implicación política.
Nadie puede negar lo conflictiva que ha sido la relación entre la Iglesia y el Estado en la historia colombiana desde el nacimiento de la República, y las heridas que de ella han quedado. Los estudios de numerosos historiadores, sociólogos y pensadores, colombianos y extranjeros, han sabido dar cuenta, desde varias perspectivas, de esta relación: Gerardo Molina, Jaime Jaramillo Uribe, Eduardo Umaña Luna, Jorge Orlando Melo, para mencionar ilustres liberales que han trabajado con esmero el problema, y desde otras orillas Femán González y el CINEP.
Mucho se ha escrito sobre la Iglesia y el Estado en Colombia en el período anterior al Concilio Vaticano II, y muy poco sobre las décadas posteriores. Parece que, en lo referente a la Iglesia, sólo el episodio doloroso del padre Camilo Torres y su controvertida figura, así como los importantes acontecimientos vividos en el seno del catolicismo en la difícil década de los setentas, hubiesen interesado a los analistas. Esta falta de aproximación al fenómeno religioso, más allá de los estudios de caso, de naturaleza más bien sociológica y antropológica, que empiezan a desarrollarse en algunas universidades, me parece que ha contribuido a mantener en buena parte de escritores, periodistas y políticos colombianos las ideas tradicionales, que por fuerza de la inercia intelectual, se siguen reproduciendo sin evaluación crítica.
*Escrito original de Alfonso Rincón González, Pbro. (1940 – 2016); actualizado y adaptado por la Redacción de ElClero.co (Derechos Reservados).
(Lea a continuación el Mensaje de los obispos católicos de Colombia a propósito del año electoral, 2022:”El que quiera ser el primero, que sea el servidor de todos”).
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