No sé si mirar fotos viejas sea nocivo para la salud, pero en todo caso es entretenido. Y escarbando en los álbumes de papel, -que son mucho más divertidos y dicientes que el archivo digital-, me encontré fotos de cuando yo era seminarista, exactamente retratos. Me parecía que era cosa de hace unos pocos días, pero resulta que de eso ya han pasado casi 40 años. ¡Por Dios, hasta dónde hemos llegado, que todo parece que fue ayer! Y allí estaba serena y todavía clara la foto de mis superiores en el Seminario Mayor de Bogotá, como un equipo de fútbol, unos de pie y otros en cuclillas (palabra muy bella que aparece en el Diccionario de la Real Academia). Mírenla ustedes con sus propios ojos.
Como dirían los profesores de literatura y los de Biblia, miremos el contexto físico. Fue tomada en el comedor del Seminario Mayor. Al fondo está la puerta que da acceso a la cocina, donde se encontraba uno con las religiosas Siervas de Cristo Sacerdote, que nos atendían con mucho cariño, aunque a veces se les quemaba la carne o se recalentaba el café, pero un seminarista de aquellas épocas era lo más parecido al tiranosaurio rex y se comía lo que el pusieran enfrente, pues no conocían esos discursos actuales tan aburridos que le encuentran peros a todo lo que sabe bueno. En fin.
Entremos en detalles de personas. ¡Ah!, pero antes, fecha de la foto. Siguiendo a los biblistas y sus métodos irracionales, diríamos que el color de la pintura, el modelo de los encendedores situados a la derecha de la foto, la tela y el corte de los vestidos de los padres, el tono de la luz, todo apunta a que fue tomada en el año 1984, siendo sumo pontífice Juan Pablo II y arzobispo de Bogotá el suave Cardenal Muñoz Duque, quien está situado de pie en el centro del retrato. Esperemos que nuevas excavaciones en Qumrám no suplanten mis afirmaciones, que son vitales para la historia de la Arquidiócesis de Bogotá.
Ahora sí, mis superiores. Arriba a la izquierda – me refiero al lugar en la foto no a posiciones teológicas- está en primer lugar Héctor Cubillos Peña, nuestro profesor de teología. Siempre pausado, tranquilo, amable y recordado porque nos hacía repetir las preguntas que nosotros le hacíamos en clase. Lleva en su mano un bastón porque jugando fútbol en el campo -que alguien quiso después urbanizar-, se partió, creo que la tibia y peroné en muchos pedazos, y los arqueólogos dicen que todavía hay restos de huesos en el campo deportivo. Yo fui testigo del sonido de esa partición, de la cara de dolor y de la evacuación a toda carrera para salvarlo. Todo se hizo bien y pudo llegar por sus propios medios hasta a ser obispo de Zipaquirá.
En seguida mi director espiritual, Jaime Pinilla Monroy, quien ya está en las moradas eternas. Nos parecía el padre “más chévere y moderno”. Tenía espíritu francés y no romano, y por tanto era más universal. Se movía en un Volkswagen escarabajo azul muy elegante. Era como el ala disidente, pero siempre dentro del sistema. Su disidencia no pasaba ser de comentarios puntillosos. Después aparece monseñor Gabriel Romero Franco, quien le recibió el Seminario a los Padres de San Sulpicio, aun en su calidad de obispo auxiliar. Como quien dice, el cardenal Muñoz envió uno de sus generales a recibir con mano firme esta casa sacerdotal. Le impresionaba mucho que los seminaristas usáramos ruana, no obstante el frío tenaz que hacía, hace y hará en el edificio románico del Seminario, construido por el hermano de mi abuela paterna, a mucho honor, don José María Montoya Valenzuela. Nuestro rector llegó después a ser por tres veces obispo de la diócesis de Facatativá. Siempre listo debió ser su lema episcopal.
A continuación, el arzobispo, cardenal Aníbal Muñoz Duque, que nos parecía bravísimo y que sus áulicos explicaban obedecía a su personalidad tímida. ¡Virgen Santísima, siquiera era tímido! Como buen antioqueño, trabajador, organizado, ejecutivo. De sus ideas de Iglesia, todavía vivimos, para bien. Lo acompaña a su izquierda el padre Luis Montalvo Higuera, representante como el que más de la raza bogotana “chirriada y bonachona”. De pausado caminar y pausadísimas clases de filosofía que a las 11 de la mañana se convertían en una lucha endemoniada para un seminarista que ya solo pensaba en el almuerzo y que a duras penas no caía en manos de Morfeo. Después fue vicario episcopal, párroco en Santa Bibiana y murió más bien pronto. Hermano del obispo Gabriel Montalvo Higuera, ya fallecido, y quien hiciera parte del cuerpo diplomático de la Santa Sede durante toda su vida. Hijos ambos del connotado político conservador José Antonio Montalvo, de frases sonoras y puntillosas.
Y sigue el inefable “Candelo”, aunque fue bautizado Héctor Gutiérrez Pabón, originario de Cáqueza, Cundinamarca, población recomendada, sobre todo por una fritanga a la cual no le compiten sino la de Cogua y la de Sutamarchán. Predicador de pulmones plenos, poseedor de toda una flota de automóviles, conversador, simpático, ruidoso, convincente. Fue luego obispo auxiliar en Cali y después primer obispo de la Diócesis de Engativá. Hoy está retirado – emérito- tras fructífera vida sacerdotal. Y cierra esta primera fila Octavio Ruiz Arenas, profesor, muy docto en teología y ciencias sagradas. Tan docto que fue arrebatado por el Espíritu a Roma, la ciudad eterna, y allí sirvió a la Iglesia universal por décadas. Pero también lo hizo como obispo auxiliar de Bogotá y primer arzobispo de Villavicencio. Regresó a Bogotá recientemente, ya libre de sus tareas romanas.
En la fila de quienes están en cuclillas, -como ya se dijo, es una palabra aprobada por la Real Academia-, a la izquierda encabeza el querido padre Jorge Ayala López. Nos enseñaba la liturgia con gran pulcritud y decoro y permaneció en el Seminario Mayor muchísimos años pues tenía el talante de la tarea y un sacerdocio nítido. Para no caerse en la foto, se apoya en el brazo de su buen amigo Gabriel Pérez, representante muy afinado de la noble raza boyacense, quien nos instruía en los interminables vericuetos de los estudios bíblicos y de la lengua griega. Hace poco se hizo emérito luego de servir en varias parroquias. Sigue, con una cara muy seria, Roberto Ospina Leongómez, quien, en realidad era muy risueño y juvenil, músico, poeta, acordeonista y nos aleccionaba también en temas bíblicos, no sin dejarnos boquiabiertos a los primíparos cuando nos contó la verdad sobre Adán y Eva: todavía no me recupero de esa noticia. Después fue obispo auxiliar en Bogotá y actualmente es flamante obispo de Buga, en el Valle del Cauca.
Y apoyándose como para tomar un alto vuelto sigue Oscar Urbina Ortega, norte-santandereano de pura cepa, no disimulada, de Arboledas para más señas, que nos paseaba por los amplios campos de la filosofía a berrido limpio. Fue nuestro segundo rector, cuando Gabriel Romero hizo su primera transición a Facatativá. Su especialidad era lidiar con el cardenal Muñoz en las ceremonias de la catedral, sin que esta se cayera y que al final todos salieran vivos. Lo lograba muy bien. Después llegó a ser obispo de Cúcuta y ahora arzobispo de Villavicencio, donde pasa unos días grisáceos en compañía de todos los alumnos que expulsó del Seminario con razón. Las vueltas de la vida. Y sosteniendo finalmente esta pléyade de clérigos, Francisco Antonio Nieto Sua, nuestro inolvidable profesor de historia, también de nobles orígenes boyacenses, tal vez de Panqueba y a quien hoy, en su condición de obispo de Engativá la enfermedad lo tiene sometido a durísima prueba. También fue obispo del Guaviare.
Así, grosso modo, recuerdo a este grupo de sacerdotes, varios de los cuales llegaron a la dignidad episcopal, otros no. El recuerdo es muy bueno pues el Seminario recién retornado a las manos del clero diocesano ofrecía un ambiente muy interesante, serio, juvenil, pese a que la transición no dejó de tener sus inconvenientes y grafitis. La vida al interior era muy entretenida porque éramos un grupo de por lo menos 150 seminaristas, más de 10 sacerdotes, varias religiosas y empleados y empeladas en abundancia. Una comunidad grande y potente y también casi que nacional pues además de los bogotanos, había gentes de Cundinamarca, Santander, el Cauca, Cali, Leticia y creo que hasta de Panamá, después de haberse separado de Colombia.
Me acuerdo, pues, como lo pide la Sagrada Escritura, de mis superiores y me siento agradecido y reconozco que seguir sus pasos fue una buena decisión, como seguramente los sienten muchos sacerdotes de diferentes diócesis del país.
Rafael De Brigard, Pbro.
COMENTARIOS: elcleroreflexiona@gmail.com
Mons. Óscar Urbina dice: ¡Gracias por este histórico recuerdo!
Mons. Pedro Mercado, dice: ¡Gracias por compartirlo! Un abrazo
Lorenzo Botía, dice: Buenos días, gracias por compartir, Dios le pague.
Nelson Torres, dice: ¡Muy bueno!
Mons. Roberto Ospina: ¡Muchas gracias!
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