“Vivimos tiempos difíciles de vacío, en que los viejos dioses ya se han ido y los nuevos aún no han llegado” (Hölderlin). Este verso del poeta alemán romántico de finales del siglo XVIII y la primera mitad del siglo XIX, muestran la sensación de indefensión en la que la Modernidad dejó a sus ciudadanos. Sí, la religión había sido la Tradición que durante el Medioevo se había instalado con fuerza en occidente, con un exacerbado teocentrismo. La Iglesia tomaba parte en los asuntos públicos de la Polis. Se abrogaba el derecho a decir qué hacer y qué no, en tales cuestiones. En un hospital, en una escuela y en cualquier estancia, no dejaba de haber un cura o una monja. Pero llegó la Modernidad con su racionalidad marcada como un gran dispositivo del saber de los nuevos tiempos, y rompió abruptamente el poder de la Iglesia y la influencia de lo religioso en los nuevos contextos sociales.
Ahora, el poder que otrora ostentaba la religión se había resquebrajado y pasado a manos de la Modernidad, particularmente, desde el siglo XVIII, con el Iluminismo, y ésta a su vez se hizo cargo de los asuntos Públicos. La Modernidad ocupó el mismo lugar que ocupara antaño la religión. Como consecuencia de esto la religión se privatizó, dejó de ser una cuestión social, para volverse algo privado en la línea de la conciencia y de lo íntimo del individuo.
Los modernos erigieron a la razón como su dios. La racionalidad se creyó la única. Se convirtió en dios. Pero la ciencia, no fue capaz de sostener el sentido último de la vida, que antes sustentaba la religión. La gran pregunta que se planteaba giraba en torno a quién iba ahora, a ocupar el lugar de la transgresión. Pues el hombre moderno no podía permitirse el lujo de vivir en la angustia existencial, abrumada por su realidad de ser para la muerte. Lo ideal hubiese sido que la misma religión se hubiese convertido en oposición a la Modernidad. No lo logró, según la crítica, porque estaba agotada y su discurso no tenía un talante crítico ni mucho menos hermenéutico capaz de satisfacer los vacíos ontológicos del hombre moderno.
Aquí radica el meollo del asunto para tratar de entender los nuevos fenómenos sociales de nuestra contemporaneidad. La Modernidad mató al dios cristiano y más tarde mató al mismo hombre, de suerte que llegó a la afirmación: “Ni Dios ni hombre”. Y hoy adolece de la carencia de un asunto sólido que logre configurar las nuevas realidades humanas para darle sentido a la vida del hombre. Hoy, como sostiene el sociólogo Zygmunt Bauman, tenemos “la llegada de formas del mal radical que devalúan abiertamente la vida, la autoestima, la dignidad y la humanidad”. Ante una sociedad líquida no sabemos que hacer: “Esto ya no es como era”, “Esto o aquello ha desaparecido”, “Falta esto o aquello otro”. Nadie tiene el control y en las actuales sociedades todo se rompe y se transgrede sin importar los límites: Dios, el diablo o el otro.
P. Rodrígo Poveda Gutiérrez – Gigo.
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