El olvido es la pérdida de la memoria histórica y recuperarla es hallar la verdad de lo sucedido. Sin memoria de la verdad y sin verdad de la memoria es impensable el examen de causas y modificación de conductas que produjeron tales abismos de virulencia social. Por eso los procesos de reconciliación necesitaron siempre de Comisiones de la Verdad, porque solo la memoria histórica y la aceptación honesta de responsabilidades y culpabilidades abren camino hacia la enmienda, la reparación, la reconciliación verdadera y la paz real. La memoria no versa sobre la verdad pensada, sino sobre la verdad sucedida y no es elucubración, sino recuerdo como cimento del pensar honesto.
Porque ¿cómo hacer ciencia, técnica, disciplina social, humanismo, uso legítimo de la razón y producción de conocimiento después de Dachau, Bergen Belsen y Auschwitz, que son memoria histórica del macabro Holocausto, sobre el que quisiera tenderse una cortina de negación y olvido; después de Hiroshima, Nagasaki y Chernóbil con sus apocalípticas radiaciones sobre el planeta; después de los genocidios preventivos en Vietnam e Irak; de las hambrunas pandémicas en África y de la violencia sin tregua ni redención en Colombia?
La racionalidad memoriosa ha venido a ser imperativa para que la verdad amarga pero cierta de la violencia y, sobre todo, de las víctimas sea criterio supremo para la reforma estructural de la sociedad victimaria en sus múltiples y escalofriantes manifestaciones. La verdad de la memoria y la memoria de la verdad obligan a preguntar: ¿cómo educar después de nuestros genocidios, si la misma estructura educativa fue semillero de exterminadores? ¿Cómo evangelizar después de nuestra barbarie, si la barbarie se acompañó de la creencia y aun de la práctica religiosa y cristiana? ¿Cómo esperar modelos nuevos de economía y sociedad, si de los modelos acostumbrados procede el cruel setenta por ciento de informalidad y de pobreza? ¿Cómo ser todavía pueblo y nación en el auge impresionante de la globalización y de la cultura transnacional, si las culturas han sido puestas hace tiempos en el callejón inexorable de su propio exterminio? ¿Cómo lamentar el número impresionante de tumbas abiertas por quienes se alzan en armas contra el establecimiento, si el establecimiento produce tantas muertes violentas y sistemáticas? ¿Cómo parar la guerra, si en la génesis de la violencia está comprometida la estructura misma de la sociedad y del Estado y casi todos los estamentos sociales?
Desde la violencia total importa menos la Comisión de la Verdad y mucho más la verdad de la Comisión para construir la paz real sobre la verdad de lo irrepetible.
La violencia, antes que fenómeno suelto, es estructura social. Y, de modo correlativo, la paz real y verdadera es fruto de la justicia estructural y del enderezamiento total de la sociedad violenta y victimaria. Nadie confunda la violencia total con la sedición de los grupos armados. Nadie confunda la paz real con el indulto, el perdón, el olvido y la reinserción de los alzados a la misma sociedad que los tornó violentos. Por el contrario, la violencia social pudiera transmutar su sinsentido si de semejante holocausto social resurgiera la modificación de las conductas, el propósito de la enmienda, la nación diferente, la patria más justa, más libre, más participativa y fraterna.
El informe de la Comisión de la Verdad está atravesado por la verdad de las masacres, de los asesinatos y genocidios, de las bombas y siembra macabra de minas antipersona; pero también por el enriquecimiento desmedido, los índices insoportables de pobreza, las culturas indígenas diezmadas y ofendidas, la educación dogmática impositiva, el imperio del derecho y de la ley represiva, la confusión de la paz con el retorno de grupos violentos a la usual sociedad injusta, inmisericorde, cruel.
Desde la violencia total importa menos la Comisión de la Verdad y mucho más la verdad de la Comisión para construir la paz real sobre la verdad de lo irrepetible.
Alberto Parra, S.J.
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