Un aporte para el sínodo de la sinodalidad.
Estaba el auditorio lleno de sacerdotes cuando el conferencista, el Excelentísimo Señor Obispo, dijo:
ꟷEl Espíritu Santo es sabio, padres. ¿Saben lo que hace cuando un obispo no funciona, la diócesis está mal, en decadencia, sin planes pastorales y quebrada? ¿saben lo que hace el Espíritu Santo? ¡Simple! ¡Espera que se muera!
Todos los presentes soltaron la risa y el conferencista ꟷrepito, un prestante obispoꟷ reiteró:
ꟷSí, señores, el Espíritu Santo es sabio. Espera que se muera.
Esta anécdota sería un pésimo chiste si no hubiese sido verdad. La escuché en dos ocasiones distintas, en público, de boca del mismo personaje de marras. Omito su nombre porque él aún no ha muerto y sigue desempeñándose en un cargo importante, como oculto mi nombre bajo un seudónimo al escribir este artículo que pretende hacer pensar en el contexto del Sínodo de la Sinodalidad convocado por el papa Francisco. Pretendo evitar también que haya suspicacias como que se busque identificar a personas concretas.
¿Qué pueden hacer la Santa Sede, la Congregación para los Obispos, la Conferencia Episcopal y el metropolitano, cuando la elección de un obispo o su nombramiento resultan a todas luces un error? ¿Cómo se pueden evitar más daños pues cuando es evidente la equivocación ya hay múltiples consecuencias? ¿Cómo poner remedio si por largo tiempo las cosas se disimulan o se ocultan a la espera de una mejoría que nunca llega? Y cuando estallan, ¿cómo evitar el escándalo y los daños para las personas, incluido el obispo?
Quizá el presbiterio diocesano sea el primero en darse cuenta y padecer fallas de toda clase. Pueden ser de carácter moral o inhabilidades evidentes, en cuyo caso, quizá no sea tan difícil. Pero además de los abusos sexuales, el papa Francisco nos advierte de otros abusos que son más frecuentes de lo que reconocemos: abusos de autoridad y abusos de conciencia. ¿Cómo puede defenderse un presbítero de una sutil manipulación y abuso de autoridad respaldado por razones teológicas amañadas? ¿Y, cuando por fin se da cuenta de que no es el único porque otro u otros presbíteros se atrevieron a reconocer entre murmullos que también son víctimas? ¿Puede un grupo de sacerdotes presentar sus quejas sin que se les acuse a ellos porque no son del todo inocentes? ¿Y cuáles son los canales para presentar quejas, desde sencillas hasta graves, incluso pecados? ¿Deben sustentarlas siempre con pruebas a las que muy posiblemente no tendrán jamás acceso? ¿No tendrán que enfrentar la estigmatización de sus hermanos de presbiterio consentidos por el obispo corrupto o negligente? ¿Y si el caso de cada presbítero no es tan grave como para “jugársela toda” pero sí es repetido con otros presbíteros menos decididos a protestar?
El recurso al metropolitano además del difícil acceso, de las pruebas que deben anexarse y del riesgo que corre el o los denunciantes ¿tiene posibilidades de resultados? Quizá una amonestación vía nunciatura hará que se desencadene una “conversión” del pastor acompañada de persecución y de innumerables justificaciones que tarde o temprano harán que las cosas continúen como estaban.
¿Tiene el denunciante alguna oportunidad luego de haber intentado una casi impensable corrección “fraterna” (¿cabe el término?), si ni siquiera se sabe de canales oficiales para quejarse? ¿Tiene que estar armado de documentos, cifras contables, testimonios firmados, para tener siquiera opción de ser escuchado? ¿El metropolitano y los demás obispos no se pondrán del lado del hermano obispo? ¿Y es que a ellos no les han llegado ya rumores? ¿No sabrán de los antecedentes humanos y pastorales del que nunca debió ser “promovido” al episcopado?
¿No nos queda a los presbíteros sino la esperanza de la conversión del pastor como un consuelo para cuando vemos que las cosas siguen como van, no escucha, no se asesora bien y no lidera? ¿Tendremos que soñar y mantener el entusiasmo autoconvenciéndonos de que no está todo tan mal, que hay pequeños cambios después de varios años?
Creo que el Vaticano II enfatizó mucho en la figura del presbítero, lo mismo que lo ha hecho maravillosamente el Magisterio posterior. Pero la figura del Obispo, la manera en que se elige, la forma en que ejerce su autoridad, la colegialidad episcopal y los problemas que afronta deben trabajarse en este camino sinodal escuchando sobre todo a los presbíteros.
Pienso en la enorme responsabilidad que recae sobre los hombros del obispo, un ser humano que muchas veces enfrenta en soledad presiones de toda índole. La gracia del sacramento que recibió no nos excusa de apoyarlo, como no lo excusa de buscar el estilo sinodal. Pero las estructuras deberían exigir y favorecer ese estilo de vida eclesial: en más ocasiones concretas la consulta del Ordinario al Consejo Presbiteral debería ser vinculante y no solo consultiva; otros mecanismos deberían favorecer la colaboración de todos a la labor suya, incluso debería haber una fiscalización instituida formalmente. La consulta al Pueblo de Dios sobre el nombramiento de nuevos obispos debería ser un poco menos secreta, es decir, más participativa y transparente.
Todo esto por el bien de la Iglesia que, con frecuencia tiene dificultad en encontrar candidatos idóneos que además acepten el episcopado en estos tiempos difíciles. Si no se revisan muchas cosas, se termina acudiendo a la zarza para que gobierne, como en la parábola bíblica.
Armando Martínez, Pbro.
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