Moisés cifra la grandeza de una nación en la proximidad de sus dioses y se jacta por esto ante los pueblos rivales: “¿Hay alguna nación tan grande que tenga los dioses tan cerca como lo está Yahveh nuestro Dios siempre que le invocamos?” (Dt 4,7). La más avanzada profecía sobre lo que sería Cristo, el Señor, lo identifica como Emmanuel; Dios con nosotros. En el más teólogo de los evangelistas, Dios es identificado en haberse hecho uno de nosotros y haber venido a habitar entre nosotros. Las revelaciones se suceden anunciando la aproximación progresiva de Dios al hombre hasta el extremo de hacerse interior a éste: Él obra en nosotros “el querer y el obrar” (Fp 2,13).
Las revelaciones por las que Dios descubre su aproximación al hombre hasta llegar a su inmanencia en éste coinciden con las revelaciones que destacan su trascendencia: Dios es el Otro, el Diferente, el Desconocido, el Impredictible.
Los testigos del hecho que fue Jesús de Nazaret se aplican encarnizadamente a captar la doble realidad de su proximidad y de su distancia que es la doble realidad de su humanidad y de su divinidad. A la identificación por su nombre Jesús de Nazaret, van añadiendo cuidadosamente los nombres que lo identificaron como el Enviado de Dios – el Mesías, el Cristo – y como el Señor o sea como Dios propiamente dicho. Finalmente, la fe de los creyentes encuentra el nombre de Jesucristo como el más adecuado a la realidad y reposa en ese Nombre. Así, el hecho que fue Jesús de Nazaret, paso a ser el hecho que es Jesucristo.
La comunidad de los testigos y de los creyentes, la Iglesia, pudo nombrar la realidad de Jesucristo, hermano y Señor, porque Él había producido antes la Iglesia. Sin la realidad que es Jesucristo no habría habido la Iglesia, así como sin la Iglesia Jesucristo no sería la realidad contemporánea que es para los hombres de cualquier tiempo y lugar.
Nunca tendremos suficiente conciencia de esta simultánea presencia de Cristo en la Iglesia y de la Iglesia en Cristo. Lo contrario a esta simultaneidad es la dialéctica Cristo-Iglesia, o sea la doble propensión de los creyentes a perder de vista a Cristo para tener a la Iglesia a la vista y a perder de vista a la Iglesia para tener presente a Cristo. Por estos tiempos se hace sentir especialmente entre los jóvenes, una corriente hacia el encuentro con Cristo, en la que se deja sentir igualmente el desinterés por la Iglesia.
Toda comunicación del hombre con Dios o con Cristo vivida como inmediata, queda a merced del imperio que ejercen sobre el hombre la subjetividad y la autonomía.
Cuando falta la mediación visible de la Iglesia entre Dios o Cristo que son invisibles y el yo humano, se pierde la única seguridad posible de que Dios o Cristo no sean producidos psíquicos, destinados a la evasión alienante y a la inflación del yo humano. Juan Pablo II señaló con notoria pertinencia en uno de los discursos pronunciados en Puebla, que “No hay garantía de una acción evangelizadora seria y vigorosa sin una eclesiología bien cimentada”.[2]
Es un hecho bien comprobable que, a veces, la Iglesia es vivida, o como una institución social o como una sacralidad distante. En ambos casos, la Iglesia deja de ser vivida como la mediación entre el hombre concreto y el Dios que está en los cielos.
La Iglesia ha de ser inmediata al yo humano y al mismo tiempo inmediata al yo divino para que funcione como mediación entre el uno y el otro. En nuestro tiempo cualquier católico estaría dispuesto a aceptar que la Iglesia es inmediata a Cristo, pero no lo estaría igualmente para sostener que es inmediata a él. Hay mucha declaración hablada y escrita sobre el contacto de la Iglesia con “los hombres”, con “el hombre”, con “los pobres” o sea con abstracciones y generalidades antropológicas pero muy pocos testimonios de personas concretas sobre comunicación íntima de la Iglesia. La verdad es que, en un pasado no remoto, se produjo entre la Iglesia y los hombres concretos un movimiento contrario al de la encarnación. Aunque este movimiento está puesto bajo rectificación desde el Vaticano II quedan aún vigentes sus principales producidos.
El secreto interés que despiertan las sectas especialmente entre los campesinos está sin duda en que, en cuanto iglesias, son vividas como inmediatas al hombre común y corriente. Recuerdo a ese pastor evangélico en el Ariari, que vivía con su familia en un rancho y de un minúsculo trapiche movido por una bestia; era colono entre colonos, y desde esa condición tenía su Biblia y la explicaba a sus vecinos. Los modos de vivir de los ministros de la Iglesia Católica y de los religiosos, aunque han sido históricamente determinados para hacer posible una entrega más total a los hombres, operan como una voluntad de ser trascendentes al hombre común y corriente. Lo extraño es que esta sensación de distancia, no se disminuye con las modificaciones laicizantes del vestir y de otras costumbres; al contrario, dan una impresión de inautenticidad. Es como si fueran personas trascendentes, distantes, que fingen ser inmanentes y próximas. En relación con las sectas, esto es un precio que la Iglesia Católica está pagando por su inmediatez a Dios y a Cristo.
Karl Rahner ha sido tal vez el primer teólogo de gran renombre que ha destacado el interés que está despertando entre los católicos al nuevo hecho de las ecclesiolas. Se trata de comunidades inequívocamente eclesiales y lo suficientemente pequeñas para que puedan estar al alcance de cada fiel, en cualquier momento y en cualquier lugar, lo que es condición indispensable para que sean inmediatas. Los documentos que nos han llegado acerca de las iglesias fundadas por San Pablo o las presididas por un San Ignacio de Antioquia o un San Policarpo traspiran esa inmediatez que hoy encuentran los católicos en las ecclesiolas de que habla Rahner. A diferencia de las sectas, estas ecclesiolas aseguran su inmediatez a Dios y a Cristo por su voluntad de fidelidad y de obediencia a la única Iglesia, la presidida por el Papa.
Para producir el hecho de la Iglesia inmediata, hay que unir dos instancias que hoy se dan distantes: la Iglesia verdadera y la comunidad inmediata. La psicología moderna con sus técnicas de dinámicas de grupo y también los movimientos religiosos psicologistas, producen hoy a montones comunidades inmediatas al hombre pero sin garantía alguna de inmediatez a Dios y a Cristo; la Iglesia Católica, de su parte, mantiene la majestad de Iglesia verdadera pero es vivida por los fieles como distante. La solución no está simplemente en un híbrido eclesial-psicológico. El reino de Dios no entra en hibridación con el reino del psiquismo humano. Son realidades heterogéneas.
Tomando de la Química el fenómeno del estado naciente de los átomos, que es el único en que pueden combinarse con otros átomos para formar nuevos compuestos, diría que la Iglesia verdadera e inmediata es un producido exclusivo de la Iglesia en estado naciente. Producir la Iglesia en tal estado es no sólo posible sino que es la forma más al alcance de los hombres. Juan Pablo II lo hace notar en una alocución sobre la Iglesia que sorprende por la audacia y la fuerza de su contenido: “… Que poco hace falta para que la Iglesia comience a existir” entre los hombres: “Donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy Yo en medio de ellos” (Mt 18,20), “y si dos de vosotros conviniereis sobre la tierra en pedir cualquier cosa, os lo otorgará mi Padre que está en los cielos“ (Mt 18,19).
“Qué poco se necesita para que esta Iglesia exista, se multiplique y se difunda: sobre ello deciden dos o tres reunidos en nombre de Cristo y unidos, por medio de Él, en oración con el Padre: ¿Qué poco se necesita para que esta Iglesia exista por todas partes, incluso allí donde, según las leyes ‘no está ni puede estar o donde se le condena a muerte: qué poco se necesita para que exista y realice su más profunda sustancia’?”.[3]
Así pues, la Iglesia de la que cada persona tiene necesidad es la misma que cada uno, con la ayuda de otro o de otros que también quieran ser ayudados, puede producir. En eso está el dedo de Dios.
No hay que forzar la imaginación para representarse esta modalidad de la Iglesia.
Ella ha sido realizada una y otra vez en el curso de la historia de la Iglesia en cada orden o comunidad religiosa al tiempo de formarse y en los picos de su observancia. Una orden o comunidad religiosa, cuando es lo que debe ser, es la Iglesia misma, la única y universal, la Católica, Apostólica y Romana, puesta al alcance de cada miembro de ella en cualquier tiempo y en cualquier lugar.
Con esto estoy nombrando la Iglesia eficaz, la que cumple la función para la que fue fundada por Cristo. La eficacia de la Iglesia está en ser una obediencia que nos protege de nuestra extraviada autonomía. La persona en Iglesia, que es la persona en Cristo, es la persona en obediencia a Dios. Esto es así porque el hombre no debe obedecer, lo que se llama obedecer, sino a la instancia espiritual en la que confía. Según el profeta Jeremías, “el hombre que confía en el hombre es maldito” (Jr 17,5) porque, como lo dice un Salmista (“Todo hombre es mentiroso”) (Sal 116-11) y como lo dice toda la Revelación, solo Dios es confiable. La Iglesia eficaz es al igual que Cristo, la única mediación que, por su inmediatez a Dios es confiable y por su inmediatez al hombre es alcanzable. La Iglesia es la obediencia de un hombre a Dios para hacer posible que la obediencia de cada hombre a otros hombres visibles sea salvadora y liberadora.
La necesidad de recuperarle a la Iglesia su doble inmediatez a Dios y a los hombres debe ser un signo de los tiempos porque a ello está dedicado el actual Papa, capacitado providencialmente para tal propósito por el doble rasgo de su intransigente fidelidad a la doctrina y por su excepcional don de comunicación humana. Es como si quisiera testimoniar que la Iglesia es una ecclesiola de dimensión planetaria. Su acción, sin embargo, queda muy por debajo de la necesidad de cada una de las personas que hoy se debaten entre su autonomía como viajeros atrapados en arenas movedizas. En este aspecto, es una acción más simbólica que efectiva.
Entre tanto, mientras llega a cada uno la Iglesia eficaz, los católicos viven espiritualmente marginados como sin Iglesia. Esta debilidad de la vida eclesial de los fieles se refleja en la debilidad que viene mostrando la Iglesia institucional para hacer frente a los poderes contemporáneos desconocedores de Cristo y aún hostiles a su espíritu. La batalla para poner la actividad económica en obediencia, o en la Iglesia o en Cristo, está perdida. Los gobiernos laicos y ateos piensan que existen principalmente para regimentar la economía y que su gestión no tiene más alternativa que el anarquismo del dejar hacer. La alternativa cristiana no cuenta entre las alternativas económicas.
Ahora que le ha tocado el turno a las relaciones hombre-mujer, asistimos al avance de la anticoncepción y del aborto como expresiones de la autonomía humana y por lo tanto como imperativos de la civilización liberal. Los colombianos que toman en serio los compromisos de su pertenencia a la Iglesia están alarmados de un nuevo proyecto de legalización del aborto, presentado esta vez por una hija del hombre que desafió y venció a la Iglesia colombiana en la implantación del control natal. Nuestra Iglesia colombiana, que dista mucho de ser una Iglesia en estado naciente, carece en esa misma medida de la fuerza necesaria para enfrentar a los políticos que avanzan con la bandera de la autonomía humana ilimitada y el respaldo de costumbres hondamente corrompidas por el ejercicio de esta misma autonomía. Decía con toda razón Vasconcelos que “Los pueblos tienen los gobiernos que se merecen”; así mismo es inevitable que tengan las leyes que se merecen sus costumbres. La Iglesia existe precisamente para que quienes quieran vivir según el pensamiento de Dios puedan hacerlo con las leyes, sin las leyes o a pesar de las leyes.
Hernán Vergara Delgado
Sugerido por P. Ricardo Londoño
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