Como es sabido, la Europa de la posguerra del cuarenta quedó en la más flagrante miseria: 50 millones de muertos, hambre, mutilaciones, absoluto desempleo, destrucción de la mínima estructura vial, templos y edificios quemados y arrasados, ciudades abandonadas, etc. Agréguense a eso la orfandad y la soledad en las familias. Estados Unidos, uno de los vencedores de la guerra, ofreció, en concordancia con la población, una ayuda de 13.000 millones de dólares para su reconstrucción –se le pidió a Rusia, otro de los vencedores de la guerra, que apoyara y no quiso entrar–.
George Marshall, secretario de Estado del presidente estadounidense Harry Truman, lideró el programa y ¡qué eco que encontró! Cuatro grandes hombres, marcados por un humanismo integral, bebido en la antropología cristiana, tomaron en serio la reconstrucción de Europa. En Alemania, Konrad Adenauer; en Francia, Robert Schumann; en Italia, Alcide de Gasperi, y en Inglaterra, Sir Winston Churchill.
Optimizaron los recursos al máximo. No dieron subsidio a la mendicidad, ofrecieron subsidio a la productividad; en menos de dos décadas, la postrada Europa se levantó como el ave fénix de sus cenizas y ¡a dónde llegó! La prosperidad fue tan evidente que tuvieron que importar mano de obra de países emergentes para atender la demanda de la productividad.
Los indicadores económicos de la Europa de la posguerra se elevaron impresionantemente. Los grandes líderes europeos entendieron que no es dando pescado como se logra el desarrollo, sino enseñando a pescar: con el primero, se da pan para un día; con el segundo, se da pan para toda la vida. Entendieron que cada uno debe ser sujeto de su propio desarrollo. Entendieron perfectamente el mandato bíblico: “Ganarás el pan con el sudor de la frente”; no como traducen muchos connacionales: ganarás el pan con el sudor del de enfrente.
La paz llegará cuando haya justicia social, cuando haya trabajo productivo en el que todos hagamos parte del problema para que, conjuntamente, demos la solución.
La Europa de las décadas setenta, ochenta y noventa del siglo pasado estuvo marcada por cero desempleo, alto ingreso per cápita, calidad de vida y, en general, países prósperos. ¿Cuál fue el secreto del éxito? Hacer productiva la ayuda. No fue la política de: pan para hoy y hambre para mañana. Excúsenme decirlo, ¡qué tal que ese dinero del plan hubiese sido manejado por algunos colombianos! Por favor, ¡ni hablar! Se hubiese despilfarrado el dinero, y el 60 % en ‘mordidas’. ¿Resultado? Seguir en la pobreza, pidiendo como plañideras compasión de los países ricos y con resentimiento gritarles que no sean explotadores. ¡Qué discurso tan olímpico!, ¿verdad?
Hay una especie de encantadores de serpientes que, valiéndose del hambre del pueblo, lo manipulan a sus antojos –uno con hambre puede vender la conciencia al mejor postor–; y se acaba todo sentido crítico. El libro santo nos dice que vendrá la paz cuando las espadas se vuelvan arados y las espadas, podaderas. Es decir, cuando pasemos de instrumentos de guerra a herramientas de trabajo. Dejemos de ser ilusos: la paz llegará cuando haya justicia social, cuando haya trabajo productivo en el que todos hagamos parte del problema para que, conjuntamente, demos la solución. Dejemos de llorar nuestra pobreza: “Si lloras por el ocaso del sol, las lágrimas no te dejan ver las estrellas”.
Por favor, no sea parte del problema, sea parte de la solución. Colombia es uno de los países más ricos del planeta, entonces, ¿por qué somos pobres? “Algo hicimos mal”, como lo dijo el expresidente Óscar Arias en un discurso a las Américas (ante los jefes de Estado de todo el continente americano) en el 2008 en Trinidad y Tobago.
Japón fue uno de los países que perdieron la guerra, y ¿después? Sus productos invadieron a los países ganadores del conflicto bélico. Invito al lector a leer una obra de Akio Morita, Made in Japan: cómo levantó una empresa, la Sony, que estaba en quiebra absoluta.
+Froilán Tiberio Casas Ortiz
* Obispo emérito de Neiva
Publicado en El Tiempo 24-04-02
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