Con inmensa gratitud, comparto estos dos escritos con lo que ya en otra ocasión había hecho un pequeño homenaje
al Cardenal Pedro, a quien despedimos, agradeciendo al Señor por su ministerio.
El Cardenal Rubiano, asciende al Sagrado Corazón
Se levantó de la mesa, -y de inmediato, todo el clero reunido con él, haciendo un solo estruendo con las sillas de madera-. La señal de la cruz sobre sí mismo fue acompañada de palabras agradecidas al Señor por los alimentos recibidos. Los levitas, de negro, se dispersaron con la facilidad que se escurre el agua entre los dedos. Nadie quedó en el comedor. Ya afuera, en el patio central de la casa estilo colonial, el murmullo se mezclaba con el humo de los cigarrillos y el aroma del café, que por corrillos bebían los clérigos, como sobremesa al almuerzo de otro día de retiro espiritual. El cardenal Pedro se escabulló por entre ellos y desapareció de la vista de todos.
Minutos más tarde un joven sacerdote descendía entusiasmado por el portal, hacía los campos deportivos del lugar, particularmente soleado y caluroso aquella tarde. Deseaba unirse al partido de fútbol programado. Pero quien tenía el balón había decidido quienes jugaban. A él lo dejaron por fuera, con su traje deportivo puesto. En silencio, solo supo descansar su mirada en el horizonte. De pronto, sintió una mano amable sobre su hombro, acompañada de una frase, con un timbre inconfundible: – “¿Qué hace ahí parado mirando al cielo? ¡Vamos a caminar!”. Era el mismo cardenal Pedro, quien lo invitaba. No hubo más palabras.
Los pasos se dirigían hacia el otro extremo de la Hospedería; una bella construcción que sirvió durante varios años de casa de ejercicios para el clero bogotano. Antes de tomar el camino que ascendía por la montaña, un obispo auxiliar de Bogotá de aquel entonces, y algunos monseñores que formaban corrillo, sin saber hacia dónde iba su Arzobispo, lo despidieron en la distancia: él vestía un pantalón de sudadera gris, camiseta blanca, y portaba una cachucha de visera azul y el logo del Año Jubilar 2000, para resguardarse del sol. Siempre con sus gafas puestas.
El arzobispo dijo al joven clérigo: – “Subamos hasta el Sagrado Corazón”. – “¿Está seguro, su ¿Excelencia?”, interpeló ingenuamente el clérigo, quien puso en duda las condiciones físicas del prelado para ascender hasta tal punto de la montaña. –“Este es el camino”, respondió el entonces Pastor de Bogotá. Y comenzó el ascenso.
Cual versado alpinista, el Pastor de los capitalinos subía sin detenerse, incluso tomándole unos metros de ventaja al joven clérigo. Solo se detuvo un par de veces para admirar el paisaje, que poco a poco se abría ante los ojos de los dos caminantes. – “Cada vez que puedo subo hasta el Sagrado Corazón”, comentó el Pastor, dejando entrever un segundo sentido en sus palabras: “…subo hasta el Sagrado Corazón”. Continuó el ascenso sin mostrar ningún signo de agotamiento.
Coronada la meta, esbozó una amplia sonrisa: -“¡Mire; el Sagrado Corazón nos esperaba!”, comentó entusiasta. Y con la alegría de un niño, comenzó a saludar el paisaje del pueblo de Villa de Leyva, agitando en su mano la cachucha. Inundaban sus miradas las siluetas de las montañas reverdecidas y rojizas, que a lo lejos se veían pobladas parcialmente por pequeños arbustos. Confesó que uno de sus secretos era su práctica deportiva: todos los días, muy temprano, vestía su sudadera y hacía caminata en el Palacio Arzobispal, subiendo y bajando varias veces las escaleras: desde la planta baja hasta la azotea.
El Cardenal se recostó contra el Sagrado Corazón. El joven sacerdote se sentó sobre una piedra en la montaña, y, sin que el obispo diera su permiso, sacó una cámara, y desde allí logró hacerle un par de fotos a su pastor. Él, al darse cuenta del paparazzi, lo invitó a hacerse una foto juntos. Fue otro de esos momentos paternos del Cardenal.
De pronto, el prelado se recogió tan rápidamente, que no dio espacio para un comentario prolongado de quien lo acompañaba; invitó al clérigo a unirse con una jaculatoria mirando hacia la imagen emblanquecida del Sagrado Corazón; hizo silencio orante, luego, con la misma devoción, se dio media vuelta y bendijo a la población desde aquel lugar. Y agregó: – “Gracias, padre, por su compañía”. Pero, era el clérigo quien más había experimentado este momento como una Gracia, que como un favor a su obispo.
El descenso fue tan sereno como amable. Nunca resbaló. Cuidó sus rodillas con pasos firmes y bien puestos. Admiró una que otra flor silvestre, de esas que alcanzan a darse en esa montaña de arbustos de estatura mediana.
A la llegada, los esperaba el sanedrín de monseñores, con actitud ofuscada: – ¡¿Cómo se le ocurrió llevar al Sr. Arzobispo hasta allá arriba? ¿Si le hubiera pasado algo, qué le hubiera dicho al Papa?! ¡¡Irresponsable!!, le espetó el obispo auxiliar al joven clérigo, quien, asombrado por el recibimiento no pronunció palabra. Pero, inmediatamente comprendió por qué el Arzobispo no los había invitado a ellos a subir con él…
El hoy Cardenal emérito a quien despedimos en manos del Señor, tampoco dijo nada. Se quitó la cachucha, su camiseta se veía algo sudorosa, y simplemente siguió su camino hasta su habitación, despidiendo al joven clérigo con una sonrisa de complicidad…
Este bello recuerdo, anécdota sacerdotal, haciendo grata memoria de nuestro pastor emérito, el Cardenal Pedro Rubiano Sáenz, por quien ascienden al cielo nuestras oraciones de gratitud.
Una escapada nocturna del Cardenal Rubiano en el Vaticano
Roma. Primavera de 2007. Un Cardenal deja su agenda de compromisos vaticanos y quiere cerrar la jornada con alguna alegría que lo saque de la formalidad propia de su dignidad en las oficinas vaticanas. Llega a Piazza Navona, pasa frente a la Chiesa di Santa Agnese. La fonte di Bernini que ilumina y da vida al antiguo Stadio di Domiziano está en reparaciones, no se puede ver en su totalidad; no está el sonido de sus aguas, pero en cambio, se oyen los violines de los bares que se prolongan sobre los andenes, dando un ritmo festivo al paso del prelado.
Un grupo lo espera. Él los saluda con una amplia sonrisa. Cada uno estrecha su mano. En tono burlesco saluda a quien ha convocado el grupo: “Haber con qué sale”. Su pectoral se oculta bajo la gabardina negra que cubre su traje clerical. Los curiosos miran la escena. Una seisena de jovencitas alemanas pasan frente al grupo degustando un “gelato” romano, de esos que nadie puede dejar de probar cuando van a la Ciudad Eterna. Qué envidia. La “primera víctima” del purpurado, luego de reponerse de la burla, los conduce por una estrecha calle entre los bares. Resturantes a derecha e izquierda. Los avisos de pizza, pasta e tante otre cose, estrechan aún más las empedradas calles del lugar. Aún no ha oscurecido.
Giro a la derecha… por aquí no es. Giro a la izquierda… por aquí tampoco. El Cardenal pregunta intrigado y, de nuevo con tono burlesco: “¿sabe para dónde me está llevando?” Los demás le hacen coro. El improvisado guía sonríe y señala el lugar. Mesas en el exterior. Dos puertas: una grande y una estrecha. Eligen la puerta estrecha. El calor del horno a la entrada se enriquece con el elenco de botellas de vino frizzante que sirven de decoración a la primera sala del lugar. Hay música; el ambiente es festivo. Las miradas de los comensales se detienen en los hombres de traje negro.
Pasta marinara, vino rosso, rissoto, etc., el pedido no se hizo esperar. Sentados, comienza cada uno a sacar lo mejor de su experiencia en la Ciudad a la que conducen todos los caminos. Hubo nuevas víctimas del cardenal; simplemente daban pie. Risas, anécdotas universitarias, historias clericales en parroquias, en el Colegio Pio Latinoamericano, con el Opus Dei, los franciscanos, los Neocatecúmenos, etc. Poco a poco, el Cardenal Arzobispo de Bogotá comenzó a develar su alma paterna. A cada uno le fue cubriendo con su manto de apoyo y confianza. El lugar estaba cálido. Todos podían probar de los platos ajenos. Sus hijos espirituales, un puñado de clérigos universitarios, no perdieron la oportunidad para mostrarle su corazón y sus sueños. La cena, un bocatto di cardinale. El vino suficiente. Era cerca de la medianoche. Llegó la hora del postre.
Las risas, las buenas historias, pero también las miradas serias sobre la Iglesia en general y del horizonte de la Arquidiócesis, en particular, dejaron una estela de compromisos gozosos y plenos de confianza. No se tramó nada para el futuro, pero quedó la sensación que ya este encuentro era un presagio de nuevas tareas. La cuenta fue pagada fraternalmente. El propietario saludó especialmente al invitado de honor y el grupo de levitas se abrió paso alegremente entre las mesas de los otros comensales. El Cardenal se puso su gorra para evitar el sereno nocturno.
De regreso a Piazza Navona cada uno comenzó a despedirse. Parecía que faltaba algo. Abrazos y bendiciones salían del purpurado. Quedó él solo con el clérigo que se ofreció a acompañarlo. Atravesaron en silencio hacia Corso Vittorio Emmanuele II y al llegar al oscuro callejón estrecho que lo precede, dijo con voz profunda y devota: “invoquemos a la Virgen María”. Metió la mano en su bolsillo y sacó un rosario. Quien lo acompañaba también sacó el suyo, el que le regaló su madre.
El paseo por el famoso Corso romano que lleva hasta el río Tevere rezando el rosario con el Cardenal Pedro Rubiano Sáenz, se convirtió en una de las experiencias devotas más impactantes de este clérigo. Sus pasos no fueron afanados, al igual que sus rezos. La noche los condujo a la Vía de la Conciliazione, con una devoción eclesial admirable. Los iluminaban las luces de la Sede Vaticana. Hubo alguna oración más cuando atravesaban Piazza San Pietro.
La Guardia Suiza, il Corpo delle Lanze Spezzate, lo esperaba con su solemne saludo al golpear el extremo de las lanzas contra el suelo y poner su mano horizontal en la frente. Una bendición de gratitud los separó. El cardenal regresaba a su hospedaje en Domus Sanctae Marthae, siendo ocultado por la oscuridad del puente, mientras el clérigo conmovido por tal devoción, en ése lugar y con persona tan especial, quiere recordarlo con motivo de su partida de entre nosotros: aquel a quien fue creado como Cardenal de la Iglesia, el día en que también el papa Francisco fue creado Cardenal por san Juan Pablo II.
Víctor Ricardo Moreno Holguín, Pbro.
Director Escuela de Contemplación .S.A.L.M.O.S.
Arquidiócesis de Bogotá
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